El silencio del valle era profundo. La nieve comenzaba a derretirse y la hierba asomaba entre lo blanco. El frío me calaba hondo y me hacía recordar que estaba vivo. El agua de la fuente estaba más fría aún y helaba mi mano. Con mi amigo Claudio fuimos a pasear lejos, en busca de una fuente de agua pura.
No diré el lugar porque no quiero que molesten a este bello animal que apareció de la nada y que me deslumbró con su mirada y su forma de moverse. ¿Moverse? ¡Qué digo moverse! Si danzaba, flotaba en el aire.
Mientras llenábamos las cinco garrafas de quince litros pausada y calladamente este amigo surgió de la nada, sobre una pequeña colina frente a mí. Y lo hizo con esa mirada. Lo primero que me dijo (o lo que me llegó a mi corazón) fue un saludo de paz, seguido inmediatamente de un «tengo hambre». Nos dio mucha rabia no tener nada que ofrecerle, casi como si fuera un tributo a un dios desconocido, una reverencia amistosa o un agasajo como cuando hallas a un viejo amigo. ¿Seguro que no tenéis nada? – preguntó de nuevo.
Pronto me percaté de que tenía la cámara y comencé a disparar. Él ni se inmutó. Se acercaba más y más. Acerqué mi mano y no se alejaba, es más, se relamía, como podéis ver en la foto, como detallando su aspecto hambriento; pero si daba un paso más rápido, él, ágil y veloz se atrasaba otro paso más. Parecía a veces un gato, o una ardilla y su mirada era casi humana. De pronto, alzó la voz y me dijo: «Equivocarse forma parte del aprendizaje, tropezar forma parte del camino.»
Estábamos allí no para buscar agua, o al menos no físicamente. Ambos, Claudio y yo, buscábamos otro tipo de bautismo, otro tipo de agua que purificase. El zorro nos dio una pista. En dos de las fotos podéis ver cómo en un instante sus orejas, que miraban hacia delante, se giraron. Las dos fotos no son iguales, porque tras un leve sonido detrás de él enfocó sus oídos hacia el lugar de donde provenía el ruido. Él estaba atento a todo, estaba en todos lados, a la vez.
Era consciente de todo, de cada cosa que sucedía en ese valle y nuestra presencia era claramente un reclamo. Esta era su casa, nosotros los intrusos no éramos visitantes amistosos y aún así nos respetaba. Quizás esperaba un soborno de comida, pero no pudimos dárselo, al menos en ese viaje, tiempo después regresamos.
Me enamoré de este animal, de su astuto carácter y su dulce presencia. Creo que nos domesticó. Se acercó poco a poco y se dejó ver. Después de un rato nos soportábamos, y cuando pasó más tiempo no queríamos despedirnos. El frío se hacía doloroso y la noche había caído (todas las fotos son a iso muy alta). Teníamos que marcharnos.
De pronto repitió la frase: «Equivocarse forma parte del aprendizaje, tropezar forma parte del camino.» Bajamos de la montaña con las luces apagadas. Claudio decía que era porque estaba acostumbrándose a ver mejor en la oscuridad. Yo creo que teníamos miedo, miedo de la luz, de regresar a la civilización, de olvidarnos del zorro.
Parte de mí quedó allí, agazapado junto a mi amigo. He tratado de regresar, pero pienso que él se vino conmigo. Tendré que equivocarme muchas más veces para aprender más. Debo tropezar en más ocasiones para conocer bien el camino. No me avergüenza equivocarme, ni tropezar. Mi amigo quedó allí, mientras el coche se marchaba, mientras mi cuerpo se marchaba; yo quedé allí.