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La vida tiene esas cosas. Después de muchos problemas para organizar el seminario de Lima este año la persona idónea tenía que aparecer en mi camino. Así hizo Sheila y cuando me recibió en el aeropuerto (ni siquiera sabía si alguien iba a por mí) supe que todo estaba de nuevo bajo control. Siempre lo había estado, de una forma mística, como siempre me sucede, pero al saber que ella hacía de ángel de la guardia en esos momentos da más paz.

Pero quedaba una hermosa sorpresa. Tras charlar y charlar ella fue calándome. Me dijo que me quería llevar a un lugar que me iba a gustar. Mucha gente me trata como una estrella y pretenden llevarme a hoteles de lujo y restaurantes caros. Yo no soy así. Ella me caló desde el comienzo y confié plenamente en ella. Llegamos a un lugar junto al río Rimac completamente destruido, en el sentido físico y anímico de la palabra. Era un asentamiento provisional del pueblo Shipibo en Lima.

Los Shipibo vinieron de la selva buscando subsistir con su rica y bella artesanía. Yo no los conocía pero rápidamente me embrujaron. Caminar por estas calles, por decirle un nombre, con ríos de literal… ya saben de qué hablo… desgarra el alma. Pero los niños, los niños sonrían, todos. El miedo no es algo que exista en sus pupilas, solo hay esperanza. Me cautivaron, y varias señales de esas mágicas comenzaron a aflorar. Estaba en ese lugar porque había sido convocado.

Cuando conocí a la señora Olga todo tomó más sentido. Supe que su artesanía estaba basada en una profunda espiritualidad, en sus viajes chamánicos y su vínculo con la selva. Por unos momentos no deseaba más que viajar a su tierra con ellos. Me tuve que conformar con tomarles fotografías en esta nueva etapa de su vida, entre tanta miseria pero siempre brillándoles los ojos. Al menos las fotos servirán para algo.

La biblioteca de la escuelita pronto será una realidad. Bajo esos techos que abrigan con casi 50 grados de temperatura. «Ellos vienen de la selva», me dijeron. Pero yo no podía respirar allá dentro. Creo que es mejor que me calle y dejar a las fotografías hablar por sí solas. Esta es una historia diferente a la que suelen ver en mi site, pero en sí es más mía que muchas otras, porque tiene un mensaje que trasciende el amor, trasciende la existencia misma.

Nos hace plantearnos si somos realmente felices con tantas cosas. Ellos no tienen nada y sin embargo, no tengo duda alguna de que son más felices que la mayoría de nosotros que tenemos auto, trabajo, casa y dinero en el banco.

La belleza de esas precarias casas pintadas recordando su selva natal, los colores, la vida que brota de todos los rincones, incluidos los sucios y mugrientos. La esperanza se abre camino por todos lados. Y fíjense que no es uno de esos asentamientos que he visitado donde nadie trabaja. Allí todos trabajaban, se buscaban la vida, no son vagos de esos a los que la sociedad achaca roles que no son reales. Son supervivientes, o mejor dicho, con esas sonrisas y ese brillo en sus pupilas, son VIVIENTES porque viven la vida de VERDAD.

Para los que gustan de detalles técnicos que vean este enlace donde hablo de la pequeña y humilde cámara que usé.

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Mis queridas Sheila y Olga

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